Hace 50 años derrocaron no solo
a un Presidente de la Nación, sino a un ejemplo de honestidad, hidalguía y
compromiso ciudadano. Hace 50 años, un día como hoy, era derrocado el Dr.
Arturo Illia.
Ese Golpe significó herir a la
democracia y, también, a los valores que Illia transmitía, su ejemplo. Es
indispensable destacar la figura del presidente Illia e iluminarnos con su
idoneidad, tan vapuleada en su época.
El derrocamiento de Arturo
Illia, 28 de junio de 1966
Hacia junio de 1966, el
comodoro retirado Juan José Güiraldes, director de la revista Confirmado y
sobrino de Ricardo Güiraldes, decía: “Si para salvar…la constitución, un nuevo
gobierno debe negarla de inmediato, habrá que optar”. Era la confirmación de que
el golpe estaba en marcha, tanto que finalizaba su nota advirtiendo: “…creo que
sólo un milagro salva a este gobierno”.
Sólo tres años atrás, el 7 de
julio de 1963, Arturo Illia había sido electo presidente de la Nación. El
contexto de debilidad del sistema institucional quedaba al descubierto con la
humorada popular, que se jactaba de que el país contaba con tres presidentes:
Illia, electo; Guido, interino; y Frondizi (depuesto en 1962), el
constitucional. Las elecciones de 1963 marcaban también la debilidad del
sistema partidario: una atomización de fuerzas había dado apenas un 25% de los
votos para la fórmula ganadora.
El gobierno de Illia,
“custodiado” por las Fuerzas Armadas, tuvo un rumbo errático, imposibilitado
–por su debilidad intrínseca (una escasa cantidad de votos y una negativa a conformar alianzas)- de consolidar siquiera
aquellas medidas que congeniaban con el anhelo popular, como la anulación de
los contratos petroleros, la ley de medicamentos y cierta inicial reactivación
económica.
Un contexto político y social
en creciente ebullición caracterizado por el fenomenal Plan de Lucha de la CGT,
la aparición de la guerrilla guevarista en Salta, el crecimiento electoral de
las fuerzas peronistas en 1965 y su posible triunfo en 1967 y el enojo de
militares con una política exterior que, por caso, los subordinaba a la
comandancia brasilera en la intervención de Santo Domingo, contribuyó a crear
un clima adverso para el gobierno y alimentaba las imágenes públicas que
identificaban la gestión de Illia con la lentitud, la inoperancia y el
anacronismo.
Así, cuando a partir de un
primer año positivo, la situación económica comenzó a desbarrancar y se
presentaron hacia 1966 los signos de una franca recesión, las críticas
comenzaron a arreciar y -salvo algunos sectores radicales, otros pequeños
partidos y buena parte de los medios universitarios-, una mayoría popular y la
casi totalidad de las organizaciones sociales creían necesario un golpe. Un
nuevo derrocamiento del maltrecho orden constitucional estaba cantado, pero aun
así, Illia estaba convencido de que aquello no era factible. La voluntad
intentaba sobreponerse a la cruda realidad.
El 28 de junio de 1966, el
gobierno de Illia cayó –según se ha dicho- como una fruta madura. El general
Julio Alsogaray, de grandes contactos con la diplomacia norteamericana,
desalojó personalmente al presidente de la Casa Rosada, tras un tenso careo en
los despachos. Apenas alguna manifestación en Córdoba intentó detener lo
inminente. Illia no era el hombre fuerte que buscaban los sectores del poder,
alguien que pudiera encarar una profunda transformación. Detrás suyo había
emergido el general Juan Carlos Onganía.
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