Ángel Vicente Peñaloza, ha sido
el único caudillo verdaderamente prestigioso que haya tenido la República
Argentina.
El 12 de noviembre de 1863 el
brigadier general Angel Vicente Peñaloza, a sus gallardos 70 años, está
refugiado en la casona de su amigo Felipe Oros, en la pequeña población riojana
de Olta, con media docena de hombres desarmados, a pocos días de su derrota en
Caucete, San Juan, contra las tropas de línea del gobernador de la provincia y
director de la guerra designado por el presidente Bartolomé Mitre: Domingo
Faustino Sarmiento, que estaba desesperado entonces por saber dónde se escondía
su peor enemigo.
A principios de mes el capitán Roberto Vera
sorprende a un par de docenas de seguidores de Peñaloza.
Acto continuo se les tomó
declaración, dice el escueto parte de su superior, el mayor Pablo Irrazábal:
seis murieron pero el séptimo habló.
El chileno Irrazábal lo manda a
Vera con 30 hombres al refugio del caudillo, donde lo encuentra desayunando con
su hijo adoptivo y su mujer.
El Chacho, el amable gaucho
generoso y valiente defensor a ultranza de las libertades de los pueblos, sale
a recibirlo con un mate en la mano y, entregando su facón -en cuya hoja rezaba
la leyenda –el que desgraciado nace / entre los remedios muere-, le dice al
capitán: –estoy rendido.
Vera lo conduce a uno de los
cuartos y le pone centinela de vista.
Y le comunica el suceso a
Irrazábal.
El mayor no tarda en aparecer.
Entra al cuarto y pregunta de
un grito: –¿quién es el bandido del Chacho?.
Una voz calma, desbordante de
buena fe, le contesta: –yo soy el general Peñaloza, pero no soy un bandido.
Inmediatamente, y sin importarle la presencia del hijastro y de doña Victoria
Romero de Peñaloza, el mayor Pablo Irrazábal toma una lanza de manos de un
soldado y se la clava en el vientre al general.
Después lo hizo acribillar a tiros.
Y mandó cortarle la cabeza y
exhibirla clavada en una pica en la plaza del pueblo de Olta.
Sarmiento, que nada deseaba más
que esa muerte, le escribe a Mitre el 18 de noviembre: -He aplaudido la medida,
precisamente por su forma.
Sin cortarle la cabeza a aquel
inveterado pícaro y ponerla a la expectación, las chusmas no se habrían
aquietado en seis meses.
La guerra –de limpieza social, de exterminio
de los criollos, de degüello de los federales, de carnicería feroz, de raptos,
robos, saqueos, violaciones, levas de enganchados y cepos colombianos a los
gauchos, es la consecuencia directa de Pavón, –la derrota que no fue impuesta
por las logias de Buenos Aires.
El 17 de septiembre de 1861 se enfrentaron
junto al arroyo de Pavón, al sur del la provincia de Santa Fe, el ejército
bonaerense liberal de Mitre y el ejército federal de las provincias de Urquiza.
Producida la victoria indiscutible de los
federales en el campo de batalla, inexplicablemente, Justo José de Urquiza se
retira del campo a paso lento, al tranco de su caballo, como para demostrar que
es una retirada voluntaria.
¡Y al mismo tiempo ordena
también la retirada de los suyos, ganadores del combate!
Con la insólita claudicación
urquicista, la Confederación se derrumbó y el país quedó en las manos de –la
civilización de la levita de los porteños, una de las páginas más tristes y
sangrientas de nuestra historia.
La bandera abandonada por Urquiza será alzada
entonces por el Chacho Peñaloza, brigadier general del ejército de la nación y
jefe del III Ejército -el Ejército de Cuyo-, aunque sin tropas de línea ni
armas.
De una vieja familia fundadora de La Rioja, de
larguísima carrera de luchas en las que había ganado todos sus grados en el
campo de batalla,
Peñaloza fue teniente coronel
de Facundo Quiroga, y lo acompañó en todas sus campañas, sirviendo después de
Barranca Yaco a las órdenes del gobernador Brizuela, con quien entró a la
coalición del Norte.
Este cambio de frente obedeció a la falsa
versión unitaria que le achacaba a Rosas la inspiración del asesinato de
Facundo.
Pero ya estamos después de Pavón, cuando el
Chacho levanta una vez más su enseña, cabalgando sin sombrero, ceñida la melena
blanca con una vincha gaucha, y son cientos, y pronto miles los que lo rodean,
paisanos con sus caballos de monta y de tiro, y una media tijera de esquilar
atada a una caña como lanza.
De La Rioja a Catamarca, de
Mendoza a San Luis, de Córdoba a San Juan, la montonera crece levantando
voluntarios en marcha triunfal.
En los Llanos, el caudillo es imbatible.
Por eso, el gobierno nacional
manda al sacerdote Eusebio Bedoya a ofrecerle la paz.
El Chacho acepta complacidísimo
y se fija La Banderita para el cambio solemne de las ratificaciones y de los
prisioneros de guerra.
El acude con sus tenientes y montonera en
correcta formación.
El ejército de línea, conducido
por los jefes mitristas Rivas, Arredondo y Sandes - los dos últimos
orientales-, rodean a Bedoya.
José Hernández, el autor del
Martín Fierro, narra la entrega de los prisioneros nacionales tomados por el
Chacho. –¿Ustedes dirán si los han tratado bien?, pregunta éste.
–¡Viva el general Peñaloza!,
fue la única y entusiasta respuesta.
Luego el riojano se dirige a los jefes
nacionales: –¿Y bien, dónde están los míos?…
¿Por qué no me responden?…
¡Qué!
¿Será cierto lo que se dice?
¿Será verdad que todos han sido
fusilados?…
Los jefes militares de Mitre se mantenían en
silencio, humillados; los prisioneros habían sido todos degollados sin piedad,
como se persigue y se mata a las fieras de los bosques; las mujeres habían sido
arrebatadas por los invasores…
Al decir del joven periodista Hernández
-testigo angustiado de las desdichas nacionales-, Bedoya y los propios jefes
militares, conmovidos, sienten asco por haberse mezclado en la negociación.
“El “Chacho” ha sido el único
caudillo verdaderamente prestigioso que haya tenido la República Argentina. A
aquel prodigio asombroso que lo hacía reunir diez mil hombres que lo rodeaban
sin preguntarles jamás adónde los llevaba ni contra quién, había hecho del
“Chacho” una personalidad temible, que mantenía en pie a todo el poder de la
Nación, por años enteros, sin que lograra quebrar su influencia ni acobardar al
valiente caudillo. A su llamado, las provincias del interior se ponían de pie como
un solo hombre, y sin moverse de su puesto, tenía a los seis u ocho días dos,
cuatro o seis mil hombres de pelea, dispuestos a obedecer su voluntad fuera
cual fuese. Los paisanos de la Rioja, de Catamarca, de Santiago y de Mendoza
mismo, lo rodeaban con verdadera adoración y los mismos hombres de cierta
importancia e inteligencia la acompañaban ayudándolo en todas sus empresas
difíciles y escabrosas.
El “Chacho” no tenía elementos
de dinero ni para mantener en pié de guerra una compañía. Y sin embargo, él
levantaba ejércitos poderosos, mal armados y peor comidos, que sólo se
preocupan de contentar a aquel hombre extraordinario. El “Chacho” no tenía
artillería, pero sus soldados la fabricaban con cañones de cuero y madera, que
se servían con piedra en vez de metralla, pero piedra que hacía estragos
bárbaros entre las tropas que lo perseguían. No tenía lanzas, pero aunque fuera
con clavos atados en el extremo de un palo, sus soldados las improvisaban y se
creían invencibles. El que no tenía sable lo suplía con un tronco de algarrobo,
convertido en sus manos en terrible maza de armas y si faltaba el alimento
comían algarrobo y era lo mismo. De esta manera el “Chacho” tenía en pié un
ejército con el que hacía la guerra al gobierno nacional sin que hubiese ejemplo
de que se le desertase un solo soldado, porque todos sus soldados eran
voluntarios y partidarios de Peñaloza hasta el fanatismo. El “Chacho” combatía
por el pueblo, por sus libertades y por los derechos que creía conculcados.
Para sí no quería nada ni pidió nada jamás, en tiempo en que, por hacer con él
la paz, el Gobierno le hubiera dado cuanto hubiera pedido. De aquí dimanaba
principalmente el gran prestigio de que gozaba el “Chacho” y la cantidad de
hombres que lo rodeaban.”
Diz que Peñaloza es muerto
yo digo que será así
No se descuiden salvajes,
No vaya a resucitar!
(copla popular)
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