De la muerte de Juan Facundo
Quiroga, se sabe que ocurrió en Barranca Yaco el 16 de febrero de 1835 y que el
jefe de la partida fue el capitán Santos Pérez, hombre de confianza de los
hermanos Reinafé, dueños y señores de la provincia de Córdoba.
Quiroga fue un político,
militar, gobernador de La Rioja y caudillo argentino de la primera mitad del
siglo XIX, partidario de un gobierno federal durante las guerras intestinas en
su país, posteriores a la declaración de la independencia. Hacia el año 1835
llegó a consolidar una fuerte influencia y liderazgo sobre las provincias de La
Rioja, San Juan, Catamarca, Tucumán, San Luis, Mendoza, Salta y Jujuy.
Autor: Felipe Pigna.
En 1835 Juan Facundo Quiroga
residía desde hacía algún tiempo en Buenos Aires bajo el amparo de Juan Manuel
de Rosas. El caudillo riojano había luchado en las campañas libertadoras junto
a José de San Martín. En 1825, junto a los caudillos federales Juan Bautista
Bustos y Felipe Ibarra, se opuso al proyecto político unitario de Rivadavia y
se apoderó de la ciudad de Tucumán. Logró sublevar Cuyo y el Noroeste, pero más
tarde, al intentar apoderarse de Córdoba, fue vencido por el general unitario
José María Paz en La Tablada el 22 Y 23 de junio de 1829 y en Oncativo ocho
meses después.
Quiroga mantenía con Rosas una
relación de aliado y era considerado por don Juan Manuel como su hombre en el
interior. Las diferencias entre ambos caudillos se centraban en el tema de la
organización nacional. Mientras que Facundo se hacía eco del reclamo provincial
de crear un gobierno nacional que distribuyera equitativamente los ingresos
nacionales, Rosas y los terratenientes porteños se oponían a perder el control
exclusivo sobre las rentas del puerto y la Aduana.
En este sentido, Rosas
argumentaba que no estaban dadas las condiciones mínimas para dar semejante
paso y consideraba que era imprescindible que, previamente, cada provincia se
organizara: “En el estado de pobreza en que las agitaciones políticas han
puesto a los pueblos ¿quién ni con qué fondos podrán costear la reunión y
permanencia de ese Congreso, ni menos de la administración general? [...] Fuera
de que si en la actualidad apenas se encuentran hombres para el gobierno
particular de cada provincia ¿de dónde se sacarán los que hayan de dirigir toda
la república? ¿Habremos de entregar la administración general a ignorantes
aspirantes, a unitarios, y a toda clase de bichos? [...] ¿Será posible vencer
no sólo estas dificultades sino las que presenta la discordia que se mantiene
como acallada y dormida mientras cada una se ocupa de sí sola, pero que aparece
al instante como una tormenta general que resuena por todas partes con rayos y
centellas, desde que se llama a congreso general? Es necesario que ciertos
hombres se convenzan del error en que viven, porque si logran llevarlo a
efecto, envolverán la República en la más espantosa catástrofe”.
Sin embargo, esto no impidió
que Quiroga nombrara a doña Encarnación Ezcurra su representante comercial y le
regalara un caballo a don Juan Manuel. Rosas le comentaba a su esposa en una
carta la habilidad de Facundo: “Mucho gusto tuve cuando supe que Quiroga te
había hecho su apoderada. Este es uno de sus rasgos maestros en política; lo
mismo que la remisión de un caballo en los momentos en que lo hizo”.
En 1834, ante un conflicto
desatado entre las provincias de Salta y Tucumán, el gobernador de Buenos
Aires, Manuel Vicente Maza (quien respondía políticamente a Rosas), encomendó a
Quiroga una gestión mediadora. Tras un éxito parcial, Quiroga emprendió el
regreso y fue asesinado el 16 de febrero de 1835 en Barranca Yaco, provincia de
Córdoba, por Santos Pérez, un sicario al servicio de los hermanos Reinafé,
hombres fuertes de Córdoba, ligados a López. Quiroga se había opuesto
tenazmente a los deseos de Estanislao López de imponer a José Vicente Reinafé
como gobernador de Córdoba.
Nunca sabremos si porque decían
la verdad o por temor a represalias contra su familia, lo cierto es que los
Reinafé, ni ante los jueces ni ante la horca, acusaron a Rosas ni a López. Sólo
se inculparon entre ellos mismos.
El “manco” Paz cuenta en sus
memorias que tras la llegada de la noticia del asesinato de Quiroga a Santa Fe
–donde él permanecía detenido– se produjo un “regocijo universal”, y poco faltó
“para que se celebrase públicamente”.
La muerte de Quiroga determinó
la renuncia de Maza y afianzó entre los legisladores porteños la idea de la
necesidad de un gobierno fuerte, de mano dura.
El 3 de marzo de 1835, en
vísperas de aceptar la gobernación, Rosas escribía: “Dorrego, Villafañe,
Latorre, Quiroga y José Ortiz, todos asesinados por los unitarios, pero ni esto
ha de ser bastante para los hombres de las luces y de los principios.
¡Miserables! El sacudimiento será espantoso, y la sangre argentina correrá en
proporciones”.
Pronto Quiroga, de la mano de
Sarmiento, se transformaría en un símbolo de la barbarie. El padre del aula y
gran maestro lo utilizaría como propaganda política al publicar desde Chile su
libro Facundo. Civilización o barbarie, con un objetivo explícito: “Remito a su
excelencia un ejemplar del Facundo que he escrito con el objeto de preparar la
revolución y preparar los espíritus. Obra improvisada, llena por necesidad de
inexactitudes, a designio a veces, no tiene otra importancia que la de ser uno
de los tantos medios tocados para ayudar a destruir un gobierno absurdo y preparar
el camino de otro nuevo”.
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