4 DE JUNIO DE 1870 MUERE FELIPE
VARELA
Felipe Varela, hijo del
caudillo federal Javier Varela y de doña Isabel Rearte, nació en el pueblo de
Huaycama, departamento Valle Viejo, provincia de Catamarca, en 1819. Perteneció a una antigua y distinguida
familia del valle catamarqueño. Un
hermano del caudillo, Juan Manuel Varela, fue facultado por el gobernador
Octaviano Navarro en marzo de 1857, para “ejercer la profesión de cirujano en
la provincia” de Catamarca. Sus
parientes han ocupado cargos públicos de responsabilidad en el ámbito lugareño
y fuera de él. Varela pasó los primeros
años de su vida con la tradicional familia Nieva y Castilla, del Hospicio de
San Antonio de Piedra Blanca, de la cual era también pariente.
A los 21 años de edad asistió a
la muerte de su padre en el combate librado el 8 de setiembre de 1840 sobre la
margen derecha del Río del Valle, entre las fuerzas federales invasoras de
Santiago del Estero y las unitarias de Catamarca.
Posteriormente se radicó en
Guandacol, pueblito riojano recostado sobre la precordillera de los Andes. Allí se acogió al tutelaje del comandante
Pedro Pascual Castillo, amigo de su padre, con quien visitaría esos lugares en
sus frecuentes viajes con arrías de animales para Chile. Y allí, en Guandacol, poco después, formó su
hogar con una hija de su protector, Trinidad Castillo. Se sabe que tuvo varios hijos, entre los que
se cuentan Isora, Elvira, Bernarda y Javier.
Con su padre político se dedicó, además, al engorde de hacienda para los
mercados chilenos de Huayco y Copiapó.
Esos continuos viajes y el trato con peones y pequeños ganaderos, le
dieron un amplio conocimiento del paisano humilde de la región y de los
vericuetos de la cordillera que cruzaría muchas veces. Y poco a poco, fue acrecentando su prestigio
entre la peonada y la gente del campo.
No obstante su estirpe federal,
luchó con su padre político en la Coalición del Norte contra Rosas, a las
órdenes del caudillo Angel Vicente Peñaloza, quien se había plegado a esa causa
por lealtad al gobernador riojano Tomás Brizuela, jefe de aquel
movimiento. Pero vencida la resistencia
norteña pasó con sus compañeros de infortunio a refugiarse en Chile. ¿Cuánto tiempo estuvo allí? No se sabe exactamente. Pero lo evidente es que en ese lapso logró
gran predicamento.
Hasta hace poco se creía que
Varela regresó al país recién después de la caída de Rosas, pero no es
así. Documentos encontrados por el
doctor Ernesto S. Zalazar, de Chilecito (La Rioja), y dados a conocer no hace
mucho señalan que, por lo menos, en 1848 ya se encontraba en Guandacol. Por esos años el catamarqueño entró en
amistad también con el coronel Tristán Benjamín Dávila, acaudalado vecino de
Famatina. Dávila perteneció primero al
partido unitario y después de Caseros se incorporó a los ideales de Urquiza,
para pasarse, luego de Pavón, al mitrismo.
Varela no sólo trabó amistad con el coronel Dávila, sino que se había
asociado a sus negocios, entre ellos un molino harinero. Eran los tiempos en que catamarqueños y
riojanos comercializaban prósperamente con Chile con arrías de mulas, venta de
harina, aguardiente, vinos, algodón, y otros frutos de la región.
Ahora el catamarqueño está
radicado en Copiapó y allí se quedará por algún tiempo. En octubre de 1855 figura en Vallenar
(Chile), ostentando el grado de capitán de carabineros. Con otros oficiales argentinos, también
emigrados, concurrió al asedio de La Serena, en defensa del gobierno
chileno. Por su diligencia y coraje en
la sofocación de la revuelta recibió un sable.
El escritor Francisco Centeno,
que siendo niño conoció a Varela cuando éste tomó Salta, lo describe así en su
obra Las Montoneras: “Varela era de estatura alta y bizarra; su faz fina, muy
enjuto de carnes como todo criollo puro, criado sobre el caballo, alimentado
eternamente de carne; usaba la barba sin pera, pero largas las patillas a la
española, ya canosas, de pómulos sobresalientes y de ojos de mirar fuerte como
ave de rapiña. Vestía pantalón-bombacha,
chaquetilla militar con alamares y calzaba botas de caballería. Ancho sombrero de campo cubría su
cabeza. Parecía representar la edad en
que se ha pasado la mitad del término de la vida”. Y en otra parte expresa que “Varela no
carecía de cierta gallardía militar”.
Al servicio de la Argentina
Al finalizar el año 1855, regresa
nuevamente a nuestro país, y aparece revistando como teniente coronel en el
Regimiento Nº 7 de caballería de línea que comandaba el coronel Baigorria,
destacado a la sazón en Concepción de Río Cuarto.
Luego de firmado el tratado de
La Banderita, el 20 de junio de 1862, entre el general Peñaloza y el coronel
Baltar, representante este último del general Mitre, el Chacho vería con
disgusto que otra vez su confiado espíritu gaucho lo había traicionado. Mitre no tenía intención alguna de convivir
pacíficamente con provincias federales y menos aún con sus caudillos. Varela había alertado al Chacho de su
excesiva buena fe, pero éste era hombre de palabra y no reaccionaría hasta
confirmar la traición porteña. Por ese
motivo vuelve a encomendarle a Varela la misión de recorrer Catamarca para
recoger la opinión de sus lugartenientes y del paisanaje. Regresa a La Rioja y al poco tiempo aparece
de nuevo en Catamarca cabalgando junto a los jefes montoneros Carlos Angel y Severo
Chumbita, esta vez agitando por la revolución federal.
Finalmente, el 26 de marzo de
1863, el Chacho levanta su lanza y desgarra el aire riojano con un grito de
guerra, que subirá los cerros, cruzará el desierto y estallará en el corazón de
un pueblo que, como ayer con Quiroga, acudirá enamorado a la invitación
insurreccional del caudillo.
Vencido Peñaloza en la batalla
de Las Playas, Felipe Varela se exilia en Copiapó, Chile, desde noviembre de
1863. Ha quedado muy pobre y sin medios
para reorganizar su ejército desintegrado.
Pero las ganas de pelear siguen intactas, máxime cuando recibe la
noticia del asesinato del Chaco. Por
eso, haciendo un gasto imposible para sus exiguas arcas, envía desde Chile
hasta Entre Ríos, una carta dirigida al general Urquiza. En ella, con un tono más directo y
conminatorio que el usado para con Peñaloza, Varela indica a su jefe que todo
el país clama para que “monte a caballo a libertar de nuevo la república… como
único salvador de la patria y sus derechos todo habitante clava sus ojos en S.
S.”, y por último le pide algunos fondos para formar “una bonita
división”. Fiel a su política
conciliadora, Urquiza archiva la carta sin responder.
También en Copiapó, recibe la
noticia de los sucesos de la Banda Oriental, donde Venancio Flores, con el
apoyo de Mitre y el Imperio del Brasil, se ha levantado contra el gobierno
nacionalista “blanco” de Berro. El
mariscal paraguayo Francisco Solano López sabía que, caída la Banda Oriental en
manos brasileñas, le llegaría su turno de enfrentar a la potencia expansionista. Y no se equivocó, los acontecimientos de la
Banda Oriental terminaron con la Guerra de la Triple Alianza, pisoteando los
principios de la Unión Americana.
Desde Chile, Varela seguía con
ansiedad los hechos, esperando una respuesta de Urquiza, sin saber que la
historia golpearía su puerta llamándolo a convertirse en la voz y la lanza de
los humildes, el último gran caudillo montonero. Allí se puso en contacto con la Unión
Americana, a la que adhiere fervorosamente, integrándose al comité de dicha
unión en Copiapó.
Varela, convencido de que
Urquiza desenvainará por fin su espada para defender al Paraguay, monta su
caballo y se dirige a Entre Ríos, completando la travesía en sólo catorce
días. Al llegar, para su sorpresa, encuentra
a Urquiza decidido a alinearse con Mitre contra el Paraguay. Al poco tiempo se produce el “desbande” de
Basualdo, en donde las tropas de Urquiza se niegan a pelear y desertan. Muchos consideran como instigadores de este
hecho a Felipe Varela y Ricardo López Jordán.
El repudio hacia esa guerra fraticida es generalizado.
En 1866, Perú, Chile, Ecuador y
Bolivia están en guerra contra España.
Todo el pacífico es solidario con esta lucha. Mientras tanto, las naves españolas que se
sumaban al ataque se abastecían sin dificultades en Buenos Aires y Montevideo,
ante la indignación del resto de las repúblicas de América. Los primeros meses de 1866 encuentran a
Varela en Chile, donde asiste al bombardeo de Valparaíso por parte de las
fuerzas españolas. Esta experiencia
fortalece aún más sus lazos con la Unión Americana. En febrero parte rumbo a Bolivia y poco
después recala en Buenos Aires. Allí
realiza contactos en busca de aliados para continuar la lucha contra el poder
porteño. Es consciente de su escasez de
recursos para tal empresa, por eso estrecha vínculos con chilenos y bolivianos
a la vez que sigue confiando en Urquiza, quien, además es el único con los
medios y el prestigio suficientes como para convocar al país y armar las
huestes federales contra Mitre. Pero
volverá a Chile con una última convicción: la revolución federal depende en
gran medida de su protagonismo.
En noviembre de 1866 se produce
en Mendoza la Revolución de los Colorados, que derrotó al gobierno de Melitón
Arroyo. La revolución se expande. Tras la cordillera, Felipe Varela espera la
oportunidad de comenzar el movimiento que ha venido proyectando desde hace dos
años.
En Curupaytí, las tropas
porteñas sufren un serio revés, festejado jubilosamente por los pueblos del
interior que ya estaban en pie de guerra contra esas mismas fuerzas. En efecto, todo Cuyo y el Noroeste se halla
en manos federales. Desde Chile, en
diciembre de 1866, una poderosa voz se levanta sobre las altas cumbres,
unificando todos los movimientos revolucionarios iniciados en los últimos
meses: “¡Compatriotas a las armas!”. Por
fin en enero, Varela se lanza a cruzar la cordillera. Tenía dos batallones bien equipados, tres
cañones y una bandera en la que se leía: “¡Federación o Muerte!” ¡Viva la Unión
Americana! ¡Viva el ilustre capitán general Urquiza! ¡Abajo los negreros
traidores a la Patria!”
Pozo de Vargas
Felipe Varela dirigía y
coordinaba desde La Rioja todos los movimientos revolucionarios. El 4 de marzo de 1867 sus tropas vencieron en
la batalla de Tinogasta. Después de este
combate, Varela, que se encontraba rumbo al Norte, contramarcha a La Rioja, donde
se desencadenará la batalla de Pozo de Vargas.
En esta acción, llevada a cabo el 10 de abril de 1867 las tropas
federales son derrotadas por el general Antonino Taboada. Varela penetró en Catamarca y luego pasó a
Salta, ocupando los valles Calchaquíes, obteniendo una victoria en Amaicha, el
29 de agosto, contra las tropas salteñas mandadas por el coronel Pedro José
Frías. Este triunfo coloca a Varela como
dueño de los valles, a la vez que origina un revuelo en la ciudad. El gobernador salteño Sixto Ovejero recriminó
a Frías por la derrota atribuyéndola a su cobardía, mientras éste exageraba el
número de enemigos para justificarse.
Salta bajo fuego
Cuando el gobierno salteño tuvo
la noticia de que Varela avanzaba sobre la capital -8 de octubre- adoptó de
inmediato las medidas para su defensa.
Ovejero designó jefe de la plaza al general boliviano Nicanor Flores,
afincado en la provincia. Se cavaron 14
trincheras, obras que quedaron concluidas el 9 de octubre, las mismas estaban
emplazadas en el radio de una cuadra alrededor de la plaza. Eran de adobe y disponían de troneras para
los fusiles y una central para los cañones.
Las fuerzas totales eran de unos 300 soldados a los que se sumaron
jóvenes voluntarios. Varela, que contaba
con 800 hombres veteranos de una trajinada campaña, el día 9 sitió la
ciudad. A primera hora del día siguiente
intimó a Ovejero la rendición “en el término de dos horas”, pero éste la
rechazó. Comenzó entonces la batalla de
Salta. Los salteños se comportaron
valientemente, rehabilitando su nombre del cobarde desempeño que tuvieron los
defensores de los Valles. Pero al cabo
de dos horas y media de lucha Varela quedó dueño de la ciudad. Victoria costosa y efímera para él pues
apenas pudo ocupar la plaza durante una hora.
Octaviano Navarro, con fuerzas superiores, estaba encima suyo. Ante esta situación inmediatamente inicia su
movimiento hacia el norte toda la harapienta columna, sin pólvora, sin
municiones pero con la dignidad del soldado, retirándose sin dejar de mirar de
frente al enemigo.
Hacia Jujuy
Los soldados de Varela hacen
noche en Castañares y luego se dirigen a Jujuy, dispuestos a tomarla a sangre y
fuego, si era necesario, con el objeto de buscar en ella el elemento que le les
faltaba: la pólvora, para regresar inmediatamente sobre las fuerzas enemigas,
del general Navarro, y luego sobre las de Taboada. El gobernador Belaúnde, que contaba con
fuerzas suficientes para repeler el ataque, abandonó la ciudad de Jujuy pretextando
falta de municiones. Los soldados,
entonces, solo efectuaron algunos disparos y huyeron rápidamente ante la
presencia de las tropas federales. Así
el 13 de octubre de 1867, la columna de Varela ingresa a la ciudad en perfecta
formación sin disparar un solo tiro. Al
no encontrar pólvora ni los elementos de guerra que necesitaba, nuevamente s e
pone en marcha y la columna se dirige esta vez a La Tablada, con las fuerzas de
Navarro pisándole los talones sin atreverse a atacarlo.
Arribo a Bolivia
Comienza noviembre en el
altiplano. Una andrajosa columna que
sólo conserva orgullosamente un par de cañoncitos llevados a tiro cruza la
frontera boliviana. La cruzada federal
ha terminado. Varela mira por última vez
a sus hombres antes de licenciarlos.
Estos heroicos gauchos han soportado incontables calamidades, han
seguido a este hombre con una fidelidad admirable. No son muchos los casos como éste en nuestra
historia, tampoco los caudillos como Felipe Varela. Con un abrazo despide a sus oficiales. La guerra ha terminado. Ahora es un exiliado, pero la esperanza no
termina.
La columna llega a Tarija. El caudillo detiene por última vez lo que
queda de su tropa, desmonta pesadamente y se dirige a Guayama; los rostros
duros, que llevan en la curtida piel todo el sol, todo el viento de esta tierra,
se miran fijamente. No hay palabras, un
abrazo vigoroso despide a estos hombres, cientos de leguas han recorrido juntos
combatiendo al “tirano de Buenos Aires”.
Ya es tiempo del adiós.
Es tiempo de destierro.
Sin embargo Felipe Varela, aún
a costa de su vida, quiere conjugar la teoría con la acción. Desde Potosí, el 1º de enero de 1868, redacta
su famoso “Manifiesto a los Pueblos Americanos, sobre los Acontecimientos
Políticos de la República Argentina, en los años de 1866 y 67”, donde resalta sus
embestidas contra el centralismo porteño y, por ende, contra el gobierno de
Bartolomé Mitre, al que acusa de no respetar la Constitución Nacional de 1853.
“Combatiré hasta derramar mi última gota de sangre por mi bandera y los
principios que ella ha simbolizado”, expresa el Quijote de los Andes, en una de
sus tantas sentencias llenas de coraje y altruismo.
Una nueva embestida se inició
con el fusilamiento del caudillo riojano Aurelio Zalazar, conductor también de
montoneras. Varela, indignado, se lanzó
nuevamente a la guerra contra el orden mitrista durante la Navidad de 1868. Fue
definitivamente derrotado el 12 de enero de 1869 en Pastos Grandes. Con la
derrota de Varela se cerró el último capítulo de la lucha contra el sistema
económico liberal -y contra el orden mitrista, la cara política de dicho
sistema- en el Interior.
Felipe Varela pasa
posteriormente a Antofagasta. Fallece el 4 de junio de 1870 en Antoco, cerca de
Copiapó (Chile) victima de tuberculosis. Siendo inhumados sus restos en el
Cementerio de Tierra Amarilla.
1900: El Gobierno de Francia le
confiere al Dr. Joaquín V. González el grado de Oficial de la Academia.
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